El nuevo frente deja ver el movimiento interior y honra a su autor, Mario Roberto Alvarez, fallecido el pasado 5 de noviembre
La noticia del fallecimiento del arquitecto Mario Roberto Alvarez, el sábado 5 de noviembre, me sorprendió justo cuando estaba escribiendo esta columna sobre la restauración del frente del Teatro General San Martín, una de sus obras emblemáticas.
Alvarez fue uno de los grandes maestros de la arquitectura moderna argentina. Entre sus obras se destacan desde los centros sanitarios en el norte del país, edificios deslumbrantes como Somisa, el hotel Hilton o la torre Madero Office en Puerto Madero, hasta sus polémicas opiniones urbanas: quería pasar la Autopista Ribereña por el borde de la Reserva Ecológica y sacar la Villa 31.
Por suerte alcanzó a ver en vida (murió pocos días antes de cumplir 98 años) cómo el Teatro San Martín, que proyectó junto a Macedonio Oscar Ruiz (1953-60), renació con todo su esplendor.
Hoy, con las carpinterías renovadas y los halles bien iluminados, se pueden apreciar el dibujo nervioso de sus escaleras, el volumen corpulento de la sala Martín Coronado y, al fondo, el inmenso y colorido mural de Juan Batlle Planas. Pero además, por primera vez, el San Martín, ahora sin sus cortinas originales, nos permite asistir a un espectáculo extra: el movimiento de la gente en los halles o subiendo y bajando las escaleras. Algo así como sucede, valga la comparación, con las escaleras mecánicas que dominan el frente del legendario Centro Pompidou.
Tal vez ya estemos acostumbrados, pero lo extraño es que Alvarez y Ruiz diseñaron un teatro cuyo frente es un edificio de oficinas. ¿La explicación? Crear con ese cuerpo un colchón acústico que aisle al teatro de los ruidos de la avenida Corrientes.
Funcionalismo puro y de la mejor cepa. Así pensaron estos maestros el Teatro San Martín y en consecuencia proyectaron su fachada con chapa de hierro y vidrio como lo hacían en el mundo los arquitectos más avanzados del llamado “International Style”. Pero la mala noticia llegó cuando el hierro alertó que no era para siempre. La carpintería empezó a deteriorase con un imparable proceso de corrosión. Cuando se avecinaron los cambios Alvarez sentenció: “Es bueno que una obra se modifique siempre y cuando los cambios que se le realicen no afecten la imagen original del edificio…”.
Primero intentaron reemplazar la carpintería con un frente de aluminio, pero la dimensión de los perfiles no permitía seguir el dibujo original de la fachada. Lo que sí consiguieron con carpintería de acero inoxidable pintado.
Gonzalo Etchegorry fue uno de los responsables de la obra. De repente me acordé que lo conocí años atrás cuando le publicamos un trabajo en la sección El taller de la facultad, del suplemento Arquitectura. Recuerdo que a raíz de su proyecto conversamos sobre cómo el movimiento de la gente podía convertirse en un enriquecedor material de la arquitectura. Supuse, no sin cierta vanidad, que algo de esa charla y también las nuevas tecnologías habían posibilitado evitar las cortinas que tapaban el interior. Sin embargo cuando intenté confirmar mi hipótesis, Etchegorry simplemente me contestó: “No las pusieron por falta de presupuesto”. Cuando las pongan, ojalá las dejen abiertas, aunque sea en las funciones de noche.
Berto González Montaner, 14 de noviembre de 2011.
Publicado por Clarín.